agosto 13, 2007

PERSONAJES LITERARIOS Y REALES




El rastreador: Un personaje
de la literatura, en clave de
folclore, capaz de encontrar
hasta lo que nos puede
parecer imposible.
Nosotros, que vivimos en una época compleja, inmersa en avances tecnológicos que también sorprenden, quedamos absortos frente a las hazañas de aquellos hombres que, con toda naturalidad, seguían un rastro perdido entre miles, y lo hacían sin titubear a través de distancias incalculables.
La construcción de estos personajes es realmente para el asombro. Fueron como "forenses" de una realidad que debía ser mirada por sus ojos y no otros. Al tiempo que también "miraban" la "despiadada civilización" que llevó a la desaparición del gaucho, porque el personaje del rastreador trae a la memoria el simbolismo que en la poesía de Rafael Obligado sobre "Santos Vega El Payador" cumple el diablo, que juega el papel de la civilización en la muerte del gaucho.
Sarmiento, en "Facundo", también tiene páginas de antología sobre esta mítica figura. Incluso hace la presentación de Calíbar, que puede considerarse el arquetipo de estos criollos con "oficios y capacidades que no terminan de asombrarnos". Afirma que "el más conspicuo de todos, el más extraordinario es el rastreador".
Pablo Mantegazza señala que "el examen de las huellas fugaces que dejan el hombre y los animales constituye un arte, casi una ciencia y sus adeptos se llaman rastreadores". Y afirma que los más famosos "son los de La Rioja y en sus adivinaciones llegan a los límites del prodigio".
Carlos Darwin se sorprende al observar que "una ojeada por el rastro les dice a estos hombres una historia entera"
UNA HISTORIA DENTRO DE OTRA
La asunción de la Presidencia por Nicolás Avellaneda dio lugar al lanzamiento de las "ideas fuerza", que darían estructura al denominado Proyecto del ’80. Entre ellas se cuenta el fuerte impulso a la inmigración, la ocupación efectiva de lo que serían las fronteras de la República Argentina y la solución al problema del indio, que permitió incorporar a lo que hoy denominamos pampa húmeda, a la actividad productiva.
El ministro de Guerra, Adolfo Alsina, pensó reducir el peligro de los malones con nuevos fortines y con la construcción de una enorme zanja de tres metros de ancho y 2,15 de profundidad, que se extendía desde Fortín Guerrero en la provincia de Córdoba a Bahía Blanca en el sur de Buenos Aires. La tierra que se extraía de la zanja se utilizaba para terraplenar los bordes de la misma, aumentando así la dificultad de atravesarla.
A efectos de asesorar a las avanzadas militares dedicadas a la construcción de la zanja se contrató al Ingeniero francés Alfredo Ebelot, quien debía planificar el trazado de los nuevos pueblos y la construcción de la zanja, que pasó a llamarse "la zanja de Alsina".

¿QUIÉN ERA ALFREDO EBELOT?
Ebelot llegó al país en 1879. Comprendió rápidamente la situación y afirmó que "en una guerra como ésta lo fundamental no es manejar el sable sino tomar posesión del suelo". Vivió en los fortines y trabajó en la frontera con los indios, bajo la amenaza de malones o incursiones furtivas muy peligrosas. Simpatizó mucho con el gaucho que le resultó un verdadero compañero de trabajo y de lucha.
A su regreso a Francia, volcó sus vivencias en revistas francesas, donde advertía que "el ambiente que voy descubriendo, no lo he atravesado como viajero que llega, echa miradas por todas partes, toma unos apuntes y se marcha. La existencia del desierto la he sobrellevado. Le he tomado cariño, amoldándome a ella. Durante largos períodos, no sólo he vivido sino que he pensado como gaucho".
En otra de sus reflexiones, señala que "si he reunido estas hojas volantes, es porque la rápida transformación de la República Argentina les presta un melancólico interés y algo como un valor histórico. El indio ya no existe. Antes de diez años, la despiadada civilización habrá pulido como con esmeril las líneas toscas de la acentuada figura del gaucho. Los desaliñados apuntes de un testigo ocular ganarán con ello cierto valor" . Y vaya si lo han ganado.

EL RASTREADOR SEGÚN EBELOT
Unos indios se habían llevado varios caballos de un grupo de trabajo en el que estaba Ebelot. Relata que "sabíamos a qué hora habían entrado los indios y conocíamos su dirección , por consiguiente su actual paradero. Faltaba un solo dato para organizar la persecución: cuántos eran".
Llegó el rastreador. "Se apeó pausadamente y miró largo tiempo, callado, las intrincadas pisadas que se confundían en el espacio de dos metros de ancho por el cual la tropilla había hecho su furiosa irrupción". Y agrega Ebelot: "Trepó la pared de tierra, descendió al otro lado y pisando el suelo con tanta precaución como si hubiera marchado sobre ascuas y alacranes, se dirigió hasta el punto en que los caballos habían remolineado. Evitaba, como se comprende, hacer desaparecer las pisadas accidentales, las de un animal separado del grupo o montado".
Continúa el relato: "Llegado ahí, se puso a mirar con tan intensa atención que asumía de veras un carácter escultural su faz de bronce cuya vida toda se concentraba en los ojos. Enseguida, vino hacia nosotros sin fijarse en nada, atropellando desdeñosamente tierra, pasto, piedras, terruños, como quien no tiene ya que sorprenderles ningún secreto".
Después pronunció su sentencia con tonada lenta. "Han pasado seis caballos montados, quince sueltos y una yegua madrina con un potrillo de seis u ocho meses". Los ladrones fueron capturados al día siguiente y todo era como lo dijo el rastreador, sólo faltaba el potrillo que, por cansancio, había quedado relegado. Pero apareció al día siguiente.
Ebelot describe la tarea de otro rastreador en situación más difícil, episodio sucedido en la provincia de San Luis. Un arriero que, al pasar por el rancho de un viejito sintió mal olor y avisó a la policía; hacia ocho días que había muerto. Enseguida se hizo traer "al más ilustre rastreador de la provincia". Este estudió los rastros que se habían conservado, "los grabó bien en su memoria, sacó conclusiones y sin decir palabra montó a caballo y echó a andar como quien sabe adónde va".
Lo seguían a la distancia el comisario y la partida de policías que se daban, con el codo, desorientados y preguntándose cómo diablos podía aquel hombre seguir con aire de tan perfecta seguridad una pista, que ellos mismos, tan puntanos como él y entendidos en estas cosas, no acertaban siquiera a sospechar. Con todo, la cosa era peliaguda. El asesino no era cualquier sonso. Aprovechaba un arroyo en el que iba por el centro y para desorientar iba y venía, y "cuando la orilla era de roca, obligaba a su caballo a saltar de un brinco sobre la ribera".
Cuenta Ebelor que "el rastreador desenmarañaba la madeja con toda paciencia. Necesitó para ello varios días hata que llegaron en fin a un pueblo. La partida de policía lo creyó todo perdido. Hacían ocho días, por lo bajo, según cálculos minuciosamente establecidos, que el asesino había pasado por allá y en ocho días, en tiempo de lluvia y de barro, cuántos rastros pueden tapar los de un jinete en las calles de un pueblo".
El rastreador seguía avanzando sin vacilaciones. Tomó primero una calle, enseguida otra perpendicular, dio una vuelta más, entró en la plaza de las carretas o, como se dice, la plaza de los frutos del país. Los policías estaban medio picados de escepticismo, medio atónitos de admiración. Serpenteó entre las carretas formadas en hilera las pisadas de bueyes, de caballos y de hombres eran incontables. Por fin, el rastreador se tiró al suelo, examinó los cascos de un caballo allí atado, y dijo con un aliento de alivio: "Priendan a este hombre".
Era un tropero dueño de seis carretas de bueyes y conocido como hombre honrado. Afirmó que hacía quince días que no se movía del lugar, descargando y cargando mercadería. El rastreador, "con la inalterable calma que es en ellos un don natural" le exigió le dijera "a qué peón tuyo pertenece este caballo". La respuesta fue: "lo he cambiado con un caballo mío. El gaucho que me lo dejó venía de lejos, según dijo, tenía que ir lejos y se le había aplastado el mancarrón, que es éste". La pregunta fue: "¿Dónde ensilló el otro caballo?"; se le indicó y preguntó: "¿Es éste su casco?". Efectivamente lo era y se le mostró una pisada más clara. Preguntó por el color: era overo. El rastreador ensilló y enfrenó al caballo del asesino. En adelante, iban dos en busca de su casa: el jinete guiado por el rastro, el caballo que buscaba la querencia. Al día siguiente su caballo relinchó. Se divisaba a corta distancia un rancho y un caballo overo atado al palenque. "Ronden la casa, ordenó el rastreador". El dueño del rancho, al ver lo que sucedía y al rastreador, dijo solamente: "estoy perdido". Y confesó todo.
Una extraña historia (como de policial negro) en el ambiente impensado de nuestras pampas ignoradas. Quizás tema para el nuevo estudio, la reflexión o el análisis, o simplemente para el recuerdo y la nostalgia.

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