agosto 04, 2006

LOS MISTERIOS DE LA LECTURA

Afición a leer, placer de recordar

Por Roberto Bosca

Lo que más me gusta es lo primero que a uno le enseñan en la escuela: leer y escribir. No sabría decir si me gusta más leer o me gusta más escribir. Espero no encontrarme nunca ante esa opción de hierro, aunque si tuviera que elegir, confieso que elegiría la escritura. Es verdad, bien se dice que en cada lectura se recrea una obra, pero la creación literaria tiene algo de divino; también la lectura.

Las bibliotecas, si uno se fija, participan de este rasgo de sublimidad. "Está escrito", sentenciaban los antiguos orientales refiriéndose al ineluctable destino, como una forma de decir que nadie podía escapar a la voluntad de los dioses. Sí, lo sagrado está en la escritura, y tampoco me parece casual que los teólogos afirmen que el Verbo, la voz griega Logos, la Palabra, que es Dios, se hizo carne, tomó carnadura humana. "Et Verbum caro factum est". En las sagradas escrituras se presenta al acto creador como la palabra de Dios. Hay una analogía entre el verbo divino y el habla humana. Hay un diálogo entre Dios y la creación, entre lo divino y lo humano. Por la palabra llegamos al misterio: eso son las religiones. Me gusta leer, aunque afinando el concepto debo decir que quizás más que leer me gusta releer. Nuestra cultura y su efebolatría ha despreciado las pieles apergaminadas. Está claro que el mero transcurso del tiempo no acredita méritos muy especiales, pero al menos nos deja el registro de la experiencia, que no es algo menor. De ahí debe venir seguramente mi gusto por los libros viejos, donde hay pátinas y olores, y eso significa que hay historias. Los buenos libros son como un vino de calidad y las almas nobles, mejoran con el tiempo. Un libro de páginas amarillas tiene al menos la misma venerabilidad que la mayor edad de una persona. El tiempo, no hay duda, agría, pero también sazona. Mi lábil memoria me permite volver a leer libros que he leído a lo largo de mi vida, con la frescura y el candor de la primera vez. Pero, aparte de esto, no es lo mismo un libro leído a los veinte que a lo cuarenta, ni a los cuarenta que a los sesenta. Un mismo libro dice cosas distintas cada vez que recorremos como en un ritual laico sus páginas y ellas nos abren al gozo inefable de la sabiduría. Esto no parece cosa de la normalidad, y tengo para mí que se trata de algo casi sobrenatural, o al menos, mágico. Es que leer un libro que ya hemos leído, quizás hace muchos años, es volver a un lugar en el que hemos estado, o en el que no hemos estado nunca, lo cual es doblemente mágico; volver a vivir es entonces vivir dos veces, es revivir. Cierto que se trata de un hecho viejo, pero no lo es menos que nos suscita nuevas emociones y un nuevo enriquecimiento personal. Los mismos libros leídos en momentos diferentes se degustan distinto, al calor de nuestra experiencia de vida, de nuestra madurez, de nuestra visión de las cosas. Es algo que se va dorando como un fruto hasta alcanzar así su sazón. Tampoco es igual un libro leído en el momento en que se escribió, que leído muchos años después, en otras circunstancias históricas ¿Tiene acaso el mismo sabor la mañana que la noche, la primavera que el invierno? En tiempos idos, esta rica realidad era frecuentemente ignorada o simplificada mediante refranes al estilo de "todo es según el color del cristal con que se mira" y otros. Las ciencias de la comunicación, -incluyendo las del conocimiento, la lingüística, la semiología y las de la interpretación- han desplegado sus velas en los últimos años, aunque el hecho es tan antiguo como el dato radical de que el hombre es intrínsecamente relacional. La famosa perennidad de los clásicos reside precisamente en esta capacidad de resistir a pie firme sucesivas incursiones sobre el texto, a lo largo del tiempo, sin que dejen de decir cosas, y cosas valiosas al espíritu humano, como si fuera la primera vez. Hoy he vuelto a vivir. He vuelto a disfrutar, por ejemplo, al releer después de un cuarto de siglo las juveniles y encantadoras breves memorias de un tucumano ilustre, Máximo Etchecopar, escritas bajo el suscribible título de "Historia de una afición a leer". Es una edición que ya goza de un honorable aunque leve barniz aceitunado, y a la cual otorgo por lo tanto un cierto aire de respetabilidad. Su autor me la regaló a poco de conocernos, seguramente al intuir una sensibilidad común, un mismo fervor y una verdadera fascinación por la letra impresa. No se equivocaba. Describe allí mi amigo, con aquélla elegante calidez que lo caracterizaba, sus recuerdos de infancia en los que se entrelazan despertares librescos y cacerías campestres. La dedicatoria estampada en la portada le confiere además, como bien se comprende, un valor especial. Un libro autografiado es una verdadera joya. No deja de hacerme gracia la afirmación borgeana de que el cielo tiene forma de biblioteca, tanto como leer a Etchecopar describiendo las bibliotecas de ese antaño según la figura de verdaderos santuarios, como un recinto "envuelto en suave luz de penumbra, y como hecho de silencio; un silencio que los libros parecían custodiar". ¿No es éste un clima verdaderamente peculiar? ¿Hay algo más parecido al ámbito espiritual de una iglesia que una biblioteca? Es que la contemplación intelectual y la religiosa tienen un innegable parentesco. Manantial de culturaEstas reflexiones vienen a cuento cuando se produce el feliz advenimiento de un nuevo fondo editorial, el de la Fundación Carolina de Argentina, como un instrumento que permite vincular culturalmente nuestro país con su matriz hispánica. Calidad científica y humana, democratización de la cultura y ciudadanía social son los tres criterios que inspiran su política editorial. El fondo tiene como objetivo principal el estímulo a la creación intelectual, promover de la investigación y difundir el patrimonio cultural latinoamericano y universal. Hay muchos tesoros que es imprescindible rescatar, escondidos en penumbras de bibliotecas olvidadas, y prontos a brillar con un fulgor nuevo al alcance de las nuevas generaciones. En este nacimiento se presentan cinco nuevas ediciones que constituyen otras tantas pequeñas gemas de la mejor literatura, y que el fondo editorial se ha propuesto poner al alcance de nuestra vista. La primera es "La jofaina maravillosa", de Alberto Gerchunoff, un canto al Quijote nacido del alma de un judío ruso criado en las cuchillas entrerrianas, en un año significativo celebratorio de la obra genial del escritor castellano. La segunda es una meditación sobre la Argentina, "La vida blanca", de Eduardo Mallea, que vale la pena releer, -especialmente en momentos de zozobra- y donde se conjugan identidad y destino de la argentinidad. El tercer libro es una recopilación de cuentos populares de ambiente campesino latinoamericano, que Rafael Jijena Sánchez publicó a mediados del siglo pasado bajo el nombre de "Los cuentos de mama vieja", y donde se percibe la frescura de una tierra en la que aún la ficción no carece de autenticidad. Finalmente, dos antologías de revistas culturales: "Sur" y "Revista de Occidente", ambas componen un muestrario de nombres deslumbrantes cuya sola enunciación habla por sí misma: Tennessee Williams, Ezequiel Martínez Estrada, Victoria Ocampo, Aldous Huxley, Juan José Sebreli, Ortega y Gasset, Giovanni Sartori, Jacques Maritain, Jorge Luis Borges, Robert Nisbet, y William Faulkner, entre otros. Ambos volúmenes tienen un estudio preliminar a cargo de personalidades intelectuales del país y del extranjero como Pedro Luis Barcia, Rosendo Fraga o Rosalie Sitman. A la historia de una afición a leer, podemos entonces unir, -para decirlo con el nombre de otra obra de Daniel Cranwell-, el placer de recordar.

Roberto Bosca es Coordinador Académico del Fondo Editorial de la Fundación Carolina de Argentina.

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