AL ACECHO
Por Ana María Serra
Estaba sentada con la mirada perdida en el vacío, cuando sintió el irresistible impulso de mirar sus manos. Recordaba que las había cruzado sobre su regazo cansada de no hacer nada y de no tener nada que hacer. Pero ahora vio fascinada que sus manos –cortas, regordetas, por lo general inexpresivas como ella toda- comenzaban a moverse, cobraban vida propia, se independizaban de su cuerpo y de su cerebro, que no les había emitido orden de movimiento alguno.
Y así vio que las manos se estilizaban, los dedos se afinaban, las uñas se alargaban. Con gestos que imitaban a las aves procurando su alimento, las manos buscaban nerviosamente en la caja de hilos y agujas que estaba sobre la mesita, junto al sillón en donde ella permanecía tiesa como maniquí.
Como una intrusa que se ha metido por la fuerza en un espectáculo al que no ha sido invitada, miró atónita cómo ellas, las manos que ya no le parecían suyas, tomaban hilo, aguja y un pequeño retazo de seda. Con movimientos mágicos, danzarinas de un vals vienés, acariciaban la tela, enhebraban la aguja con el hilo que se transformaba en filigrana de oro y plata, y bordaban en un instante un pañuelo increíble. La mínima prenda quedó suspendida en el centro de la sala, y luego, ondeando su delicada riqueza, fue a posarse sobre el brazo de un sillón.
Ahora las manos estaban buscando otra cosa. Lo hacían impulsadas por una especie de frenesí, pero sin perder la fineza y la gracia de la que estaban poseídas, y que ella, pobre mujer de vida chata, abúlica y resignada, no podría jamás entender. Al fin encontraron los objetos preciados: con triunfo, esgrimieron la aguja de tejer crochet y más hilo.
Y así vio que las manos se estilizaban, los dedos se afinaban, las uñas se alargaban. Con gestos que imitaban a las aves procurando su alimento, las manos buscaban nerviosamente en la caja de hilos y agujas que estaba sobre la mesita, junto al sillón en donde ella permanecía tiesa como maniquí.
Como una intrusa que se ha metido por la fuerza en un espectáculo al que no ha sido invitada, miró atónita cómo ellas, las manos que ya no le parecían suyas, tomaban hilo, aguja y un pequeño retazo de seda. Con movimientos mágicos, danzarinas de un vals vienés, acariciaban la tela, enhebraban la aguja con el hilo que se transformaba en filigrana de oro y plata, y bordaban en un instante un pañuelo increíble. La mínima prenda quedó suspendida en el centro de la sala, y luego, ondeando su delicada riqueza, fue a posarse sobre el brazo de un sillón.
Ahora las manos estaban buscando otra cosa. Lo hacían impulsadas por una especie de frenesí, pero sin perder la fineza y la gracia de la que estaban poseídas, y que ella, pobre mujer de vida chata, abúlica y resignada, no podría jamás entender. Al fin encontraron los objetos preciados: con triunfo, esgrimieron la aguja de tejer crochet y más hilo.
La tarea les demandó solamente unos segundos, y fue tan abrumadora para ella, que se sintió mareada. Es que las manos parecieron multiplicarse. Las veía por todos los ángulos moviendo aguja e hilo como saltimbanquis enloquecidos. Y tuvo ante su vista un chal que jamás hubiese imaginado, solamente digno de una reina. Hasta sospechó que estaba recamado de piedras preciosas, pues emitía destellos de aguamarina, ámbar y esmeralda.
Como el pañuelo, el chal danzó unos instantes sobre la sala, y luego fue a depositarse sobre el respaldo de otro sillón. Despedía un brillo tan intenso que sus ojos quedaron cegados por un momento.
Como el pañuelo, el chal danzó unos instantes sobre la sala, y luego fue a depositarse sobre el respaldo de otro sillón. Despedía un brillo tan intenso que sus ojos quedaron cegados por un momento.
Otra vez poseídos, los dedos hurgaron por más material para seguir trabajando. La mujer les dirigió una mirada temerosa: revolvían con ímpetu, se diría que casi con rencor. Solamente hallaron hilo macramé. Entonces fabricaron –siempre con una velocidad inverosímil- pulseras, aros, collares de los que brotaban mariposas, libélulas, rosas, azahares, todos labrados con complicados puntos.
La caja al fin quedó vacía, y las manos entonces se volvieron frenéticas hacia ella. Ahora su mente fue la que trabajó con rapidez (esto era raro en ella) y repasó como en cámara rápida toda su vida de pasividad y conformismo. Por su parte ellas, prestas garras de fieras al acecho, buscaron la presa desprevenida.
Los vecinos la encontraron rodeada de maravillosas artesanías. Sospecharon que por el tamaño de las heridas en su cuello, el autor de esa muerte era un animal salvaje.
Los vecinos la encontraron rodeada de maravillosas artesanías. Sospecharon que por el tamaño de las heridas en su cuello, el autor de esa muerte era un animal salvaje.
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Ana María Serra (especial para Letras desde Caballito) vive en Mar de Ajó, desde hace ya unos cuantos años, y es profesora en Letras y cada tanto dicta seminarios en la Universidad de Mar del Plata para una maestría. También sostiene un taller literario, con cuyos integrantes, han conformado un grupo al que llaman ArteAMares. Habitualmente, con ese grupo, convocan cada quince días a un café literario en San Bernardo (localidad pegada a Mar de Ajó) y que tiene muy buena aceptación en esa zona.
Su trabajo es para leer y releer porque se inscribe en esa sensibilidad donde Vida y Literatura mezclan sus sutiles universos de luces y sombras.
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