"El Congresista Olvidado"
(Un cuento de Roberto Fontanarrosa, para
que el alma se entibie en esta fecha Patria).
A mediados de marzo de 1816, Agustín Wallaspaia, procurador de las Islas Magallánicas, recibe la boleta de convocatoria al histórico Congreso de Tucumán.
Wallaspaia, hijo de onas, no avizora, en ese momento, que sería ese mismo congreso el que, años después, cambiaría el nombre de su territorio (también llamado Aisladas del Sur o -con menor rigor geográfico- Galápagos Australes) por el actual Tierra del Fuego. Pero intuye que el congreso reviste gran importancia para la causa patriótica ya que es la primera vez, en décadas, que una nave criolla (el monitor “13 de Julio”, artillado al mando del grumete Efraín Toscura) se arriesga hasta las peligrosas costas del Estrecho para entregar correspondencia. Sólo se acuerda Wallaspaia de una ocasión, narrada por sus padres, cuando un chasque enviado desde Montevideo repartiera un formulario entre las tribus aborígenes solicitando opiniones sobre las bondades de un reactivador capilar hecho a base de aceite de linaza. Pero también advierte el procurador de las islas que la situación económica de la incipiente nación no es floreciente: el sobre con la convocatoria al Congreso de Tucumán estipula un requisito indispensable en su sello de lacre: “A pagar en destino”. Wallaspaia vacila. Jamás ha hecho abandono de sus rocosos promontorios natales, pero sabe que no puede falta a esa cita de honor. Lo alientan algunos amigos con los cuales se reúne todos los días al atardecer bajo un arrayán petrificado a comentar los sucesos de la semana. Convoca a la familia y la impone del curso de los acontecimientos. Su mujer y sus 16 hijos lo impulsan a marchar y prácticamente lo empujan a la aventura.
Luego empujarán también la mula que debe transportar a Wallaspaia hasta el norte argentino cuando ésta, con la primitiva clarividencia de los animales, se niega a emprender la marcha como si supiera el largo camino que le aguarda. Y lo sabe tal vez mejor que el propio Wallaspaia, quien no tiene cabal idea acerca de su situación geográfica.
Frente a sus hijos, suele sostener que las Islas Magallánicas son las últimas estribaciones norteñas de Nueva Zelandia o se empecina en comprender un mapa chileno, donde el continente finaliza en el Río Negro, a tal punto que en más de una ocasión Wallaspaia piensa que el Estrecho de Magallanes y el Río Negro son la misma cosa.
Para colmo de males, el animoso patriota no puede guiarse por las estrellas, como otros viajeros. Sufre la clásica miopía de los nativos de las regiones donde el resplandor del sol sobre la nieve genera cataratas en los ojos.
Para orientarse, los indios yamanes, por ejemplo, aquejados por el mismo mal, consultan con el cercano reflejo de las estrellas sobre la espejada superficie de las aguas de los lagos, hábito que ha precipitado tragedias formidables.
Pero Wallaspaia, con pragmático instinto, opta por otra clase de guía. Dentro de un odre con agua, a título de primitiva brújula, transporta un bogavante, crustáceo que todas las auroras boreales emigra hacia el Norte remontando la Corriente de Humboldt, hasta Yucatán. Allí espera la Corriente del Golfo que lo deja cerca de Terranova. A Wallaspaia le basta destapar el odre y observar hacia dónde apuntan las antenas del bogavante para saber su ruta.
Su morral de viajero también incluye algunos trozos de carbón y un cuero curtido de narval, para ir dibujando allí las estribaciones del terreno. Palpita, de cualquier forma, con ese sexto sentido del indígena, que el viaje será largo y opta por lo tanto por salir una semana antes de la fecha estipulada para el congreso: 9 de julio de 1816. Viste a la salida varios capotes de piel de foca y una importante cantidad de quillangos que le ha tejido su madre para protegerse del frío. Lleva en sus bolsillos, líquenes, almejas, ostras, percebes y otros bivalvos que podrá masticar por el camino, como si fuesen golosinas, cuando el hambre apriete. Lo sigue, empecinadamente, un alebrijo, mamélido que desaparecería como especie a fines de siglo, similar al turón canadiense pero más casero, de pelambre pobre y que emite un aullido lastimero, tal vez consciente de su inminente desaparición. Lo acompañan, además, una docena de fieles perros cimarrones, negros y atigrados, que le servirán para atenuar la soledad, pero que también harán las veces de alimento si la gravedad de la situación así lo requiere. Dos de esos bravos animales se perderán en el cruce del Estrecho de Magallanes cuando, nerviosos por el movimiento de la piragua, excitados por el rugir de los pavorosos vientos, se lanzan a las heladas aguas procurando apresar una tonina.
El cruce del desierto patagónico es duro para Wallaspaia y su extraña comitiva. Se enfrenta con un mundo desconocido y hostil y con vastedades que nunca hubiese imaginado. Cruza su marcha con multitud de ñandúes, aves corredoras que el aventurero describiría luego en un diario de viaje como “gallináceos de notable velocidad y estatura, con grandes ojos similares a los de nuestro Lihué”.
Lihué no es, como se ha supuesto, un roedor característico de las islas. Lihué Wallaspaia es el más pequeño de los hijos del procurador, y su padre percibe el aguijón de la nostalgia a medida que se aleja de su hogar.
Lo que más afecta al viajero es, sin duda alguna, el viento inclemente de la Patagonia, siempre en contra. En varias ocasiones su mula se niega a continuar, enceguecida por la arenisca. Wallaspaia encuentra la solución vendándole los ojos. El artilugio surte increíble resultado. El animal, de sistema neurológico elemental, al no observar el cambio de los paisajes no advierte que está caminando. Y no se cansa.
A la altura del Río Coyle, el tenaz congresista topa con los primeros seres humanos. Son tribus diletantes de los vigorosos indios araucos, asentados en las riberas de la vía de agua desde hace décadas.
“A la espera de que el viento pare”, explicarán a Wallaspaia.
El procurador viajero es bien recibido por los nativos, al punto que en un primer momento se confunde y cree haber llegado por fin al Congreso de Tucumán.
Un hombre blanco, mezclado con la tribu y amancebado con una de las salvajes, lo saca de la confusión. Se trata de un descendiente de los ingleses, a quien los araucos llaman “Emichén orú pta” (“El loco de los güesos”). Su nombre verdadero es Emile Darwin, tío político de Charles Darwin, y es traumatólogo.
Darwin le comenta a Wallaspaia que está interesando a su sobrino, por vía postal, para que navegue hacia el sur americano ya que se trata de una zona muy rica en restos fósiles que el mismo Emile emplea para sus estudios médicos.
Wallaspaia comprende que Darwin trabaja a destajo en su especialidad y es allí cuando observa particulares anomalías en los araucos. Casi todos presentan distorsiones pronunciadas en sus miembros, brazos que se tuercen sobre las espaldas, piernas que se entrelazan sobre la cintura, omóplatos que se asoman exageradamente tras las orejas. Darwin explica que el viento de la región es el que provoca tales anomalías.
“Me contó -escribe Wallaspaia en su diario- la extraña muerte de un cacique. El pobre hombre acostumbraba a caminar en contra del viento con el cuerpo notoriamente inclinado hacia adelante. Sólo un instante en que cesó el viento bastó para que el desdichado anciano cayese de boca partiéndose el cráneo contar una afilada piedra marmórea, propia de la región, y con la cual los naturales tallan minuciosas figurillas de venados.”
También Darwin es quien enseña a Wallaspaia el porqué de los enormes pies de los indios patagones. “Otra vez el viento es el causante -le dirá-. Sin una base realmente sólida, rodarían permanentemente por los suelos.”
Wallaspaia, a su pesar pero impelido por el deber patriótico, se apresura a seguir su camino luego de que Darwin, equivocado, lo convence de excavar en busca de huesos de mamut en un sitio que resulta ser un cementerio sagrado de los indios huiltes.
Cuando alcanza las primeras estribaciones de las serranías puntanas, el calor comienza a apretar. Wallaspaia debe deshacerse de uno de los tapados de foca y de varios de sus quillangos. Se ha comido ya, por imperio de las circunstancias, tres de los perros, y el alebrijo da señales inequívocas de disconformidad. Pero los animales sobrevivientes, unidos a jaurías de canes cimarrones hallados en el desierto, suman casi cien.
Ya ha soportado un incómodo encuentro con carabineros chilenos, cuando la mula, quizás por el hecho de caminar a ciegas, equivocó el camino cruzando a Chile por el sendero de Coquimbo.
Los soldados trasandinos solicitaron los papeles de Wallaspaia, requisando el mapa que fuera elaborando a mano alzada por el camino y los certificados de vacuna de todos y cada uno de los perros.
Wallaspaia, con la intuición del hombre insular, comprende que lo uniformados desean dinero. Los conforma con chucherías, collares, algunos quillangos que le quedan, perlas madréporas que han crecido dentro de las caparazones de las ostras que guardara para comer durante el viaje y un puñado de doblones de oro de la vieja nominación monetaria hallados entre los restos del naufragio de un galeón portugués.
Ya en Santa Rosa de Calamuchita, el destino le reserva otra prueba difícil. Consulta a unos lugareños cuál es la manera de llegar al Tucumán. Nadie lo sabe. Algunos, incluso, jamás han oído nombrar esa ciudad.
Por último, lo conducen hasta el intendente del lugar, don Nazareno Prevosti. Éste le indica que debe seguir hacia el Norte, pero le incauta la mula, expresándole que se trata de una animal imprescindible para el turismo, fenómeno que se está dando asiduamente en la zona.
Wallaspaia deberá continuar su rumbo, caminando. Lugareños se conduelen de su suerte y le regalan ojotas, chinelas y alpargatas trenzadas con tallos de poleo, sensén y peperina.
En ese punto del viaje el aspecto de Agustín Wallaspaia es en verdad extraño. Semicubierto su cuerpo robusto por un capote de piel de foca, ha ido aligerando su abrigo con la llegada del verano norteño y apenas cubre sus zonas pudendas con un taparrabo que no es otra cosa que el mapa que confeccionara durante el trayecto. Luce tatuajes azules sobre sus pantorrillas, con motivos religiosos australes, que asemejan soquetes tres cuartos, y protege sus pies con las ojotas recibidas. Está barbudo y no huele bien. Tal vez por esta última razón, muchos de sus mejores perros de caza, de olfato finísimo, lo han abandonado cruzando los llanos de San Luis. El alebrijo tampoco es ya de la partida, perdido en Pampa del Acha.
Llega por fin a La Rioja, y se ve envuelto en una lucha fratricida. Son cinco hermanos de la familia Llanos que combaten contra sus otros ocho hermanos por el dominio de la cocina de la casa solariega, el baño y la pieza de estar. El mayor de ellos, Gumersindo, tras degollar a dos tías, ha hecho prisionera a la madre y amenaza con prender fuego un viejo recinto donde se acumulan lanares. El menos de ellos impresiona a Wallaspaia vivamente. Tiene sólo tres años pero el brillo de su mirada revela al niño de determinación, valor y bravura inquebrantable.
Se llama Facundo y con el tiempo se le concederá como “El Tigre de los Llanos”. Es Facundo quien facilita la huida de Wallaspaia en medio del tiroteo que se origina en una cena familiar, de la que el congresista participa como trashumante invitado.
Solo y sin cabalgadura, con abnegación ejemplar, Wallaspaia arremete la última parte del prolongado itinerario. Virgilio Cardoso, gobernador de Tinogasta, le ha confiscado todos los perros, aduciendo que los necesita para sus famosas riñas de gallos.
Perros contra gallos, curioso enfrentamiento que hace las delicias de los catamarqueños.
Wallaspaia se enfrenta ahora con los salares santiagueños. “Su visión -escribirá después- trastornó mis sentidos y me llenó de aflicción. Ignorante de su existencia, al ver desde lejos esas inmensas planicies blancas por la sal, creí hallarme de nuevo frente a las nieves y los hielos australes. Me atormentaba repitiéndome una y mil veces que había estado dando vueltas en círculos, regresando a mi casa sin haber conseguido llegar ni remotamente al Congreso.”
Comprende en forma dolorosa, sin embargo, que la sal no es la nieve cuando la pisa y el salitre es un puñal en sus pies llagados.
Llega a La Banda en un grito. Un cura de un convento jesuita en Termas de Río Hondo, conmovido, le regala una vicuña para que lo traslade hasta el Jardín de la República.
Heroico, ciclópeo y asimismo anónimo, Agustín Wallaspaia llega por fin a Tucumán el 18 de febrero de 1819, tres años después de que finalizara el Congreso.
La histórica Casa de Tucumán lógicamente está cerrada. Wallaspaia duda. Es de mañana y la gente que pasa frente a la venerable morada lo observa con curiosidad y desconfianza.
El congresista sureño prueba algunos alfeñiques, dulce de cayote, mamón y garrapiñada. Luego alquila un cuarto en una posada y duerme una siesta.
Por último, compra una escarapela patria a un vendedor callejero y, sin más nada que hacer, emprende el regreso a su tierra. Los historiadores pierden su rastro en los polvorientos guadales sanjuaninos, a mediados de septiembre de 1824.
“Fue el más noble, el más tenaz, el más lejano”, diría de él, años después, don Bernardino Rivadavia.
By ROBERTO FONTARROSA