diciembre 22, 2009

CUENTOS DE NAVIDAD – EN LETRAS DESDE CABALLITO



¡FELIZ NAVIDAD A TODOS!...
LA FESTEJAMOS CON NUESTROS MEJORES DESEOS... CON LITERATURA, QUE TODO LO DICE... Y POR ESE DIA QUE SIEMPRE CONVOCA MISTERIOS... ESOS QUE NOS PERSIGUEN DESDE LA INFANCIA Y QUE PUEDEN LLENARNOS DE FELICIDAD (ALGUNAS VECES) Y DE HORROR (OTRAS VECES)...
DE TODAS FORMAS: FELIZ NAVIDAD A TODOS!...
MENOS A LOS SOBERBIOS, A LOS VIOLENTOS, A LOS QUE OPINAN PORQUE EL AIRE ES GRATIS, A LOS QUE NO CREEN EN LO SALUDABLE DE CALLAR EN EL MOMENTO OPORTUNO, EN LAS VIRTUDES DEL SILENCIO... EN FIN: A LOS ENEMIGOS DE SIEMPRE.
A LOS POCOS AMIGOS QUE NOS QUEDAN, EL CARIÑO Y EL ABRAZO DE SIEMPRE.



***

El robo de la gran tienda.
Josep Castelló.

Es mitad de diciembre, casi ya Navidad, tiempo de esperanza según la
tradición cristiana. El público acude a los comercios a proveerse de
regalos. Estamos en una tienda de gran superficie, perteneciente a una
cadena de ámbito internacional especializada en útiles y vestimenta para
diversas actividades deportivas. La gran nave está abarrotada de
mercancía y de gente. Las dependientas no dan abasto a atender lo que
les piden, por lo que el público se las arregla como puede para
encontrar lo que busca. Todo el mundo remueve las estanterías repletas
de género, aunque sin demasiada idea de donde tiene que buscar.
Quien vigila a través de las cámaras ve un cliente que, por su aspecto,
le parece sospechoso y decide observar atentamente sus movimientos, en
previsión de que pudiese ser un ladrón. La gran densidad de gente hace
difícil ver lo que en realidad hace cada cual, pero aun así el vigilante
concentra su atención en ese joven, dispuesto a evitar que hurte nada.
Al cabo de un rato, después de recorrer diversas zonas de la tienda sin
que aparentemente haya encontrado lo que buscaba, el joven sale por la
puerta de "salida sin compra" y se dirige a la "salida al exterior".
El encargado de las cámaras, persistiendo en su sospecha, activa el
cierre de las puertas y avisa a un guardia de seguridad, quien se acerca
al joven y tras un breve intercambio de palabras trata de hacerlo entrar
en un cuarto contiguo.
El joven se niega. Discuten, forcejean... y el guardia va a parar al
suelo. En aquel momento un espontáneo surge de entre el público y
arremete contra el joven, lo que da tiempo al guardia a incorporarse y
volver a la pelea. Entretanto ha sido alertado otro guardia de seguridad
de la empresa y entre ambos y el espontáneo sujetan y maniatan al
"sospechoso". Lo arrastran hacia el cuarto, se encierran dentro y a poco
aparece una patrulla de policía que entra también en el cuarto y cierra
tras de sí la puerta.
Todo ha concluido. El orden ha sido restablecido. Alguien apunta que una
buena paliza y un tiempo entre rejas enseñarán a ese desgraciado a
respetar a los agentes de seguridad.
La paz es un bien estimable. El orden y las fuerzas que lo garantizan
merecen todo nuestro apoyo. Los atentados a la propiedad privada de las
grandes cadenas de tiendas debieran ser considerados acciones
terroristas, por cuanto que alteran la paz y subvierten el orden
establecido.
Pasado ya el susto, la gente vuelve a entregarse a la grata tarea de
comprar sus regalos navideños, puesto que sin ellos no se concibe hoy la
Navidad en nuestra "civilización occidental cristiana".
Tiendas como la presente contribuyen a mantener la ilusión navideña, un
año tras otro, en nuestra opulenta sociedad sin que nos lleguen los
pesares de quienes dejan su vida en jornadas agotadoras de trabajo para
ganar un mísero sustento.
Lejos nos quedan las maquilas y la miseria de quienes en ellas trabajan
en régimen de explotación, de esclavitud casi, sin derechos laborales,
donde el menor reclamo conlleva el despido inmediato y las
reivindicaciones colectivas son tenidas por alteraciones del orden
público y reprimidas como tales por la policía.
Cierto que, si bien se mira, ese orden que impone la pobreza a millones
de seres humanos equivale a robarles la vida en beneficio nuestro. Pero
desde la perspectiva de la moral capitalista que nos rige no hay que
tener por ello cargos de conciencia, porque el robo de esas vidas no es
robar sino "crear riqueza".
Entonemos pues aleluyas y gocemos de los beneficios que el "sagrado"
orden establecido nos reporta. ¡Qué duda cabe de que vivimos en el mejor
mundo posible!
© J.BARCELO - Barcelona, España. UE.


***

Otro...
Cuento de Navidad
Por Ray Bradbury.
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la
estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados.
Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer
viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible.
Cuando en la aduana les obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos
pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas
velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para
celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal.
Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales
interplanetarios.
-¿Qué haremos?
-Nada, ¿qué podemos hacer?
-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La
madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos,
pálido y silencioso.
-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.
-¿Qué...? -preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una
estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para
dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni
años, ni horas.
Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de
medianoche, hora terráquea según sus relojes neyorquinos, el niño
despertó y dijo:
-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Todavía no -dijo el padre--. Más tarde.
-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-Espera un poco --dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro,
pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus
velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó
haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje
fuera feliz y maravilloso.
-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.
La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño
lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometisteis.
-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.
-Pero... -empezó a decir la madre.
-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un
momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
-Ya es casi la hora.
-¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño.
Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del
tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.
-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La
madre los seguía.
-No entiendo.
-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El
padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se
abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
-Entra, hijo.
-Está oscuro.
-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba
muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de
buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual
podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado.
Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en
la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.
-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente
y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se
quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el
resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas
blancas.
© Con autorización del editor.
© Barcelona, España. UE.
Además y en especial nuestro agradecimiento a
Anibal Sicardi y a la gente de la Iglesia Metodista de Bahía Blanca.